Los países
de América Latina y el Caribe atraviesan un momento histórico, en que ostentan
progresos socioeconómicos, estabilidad política y liderazgo internacional. En
la región emergen además consensos y puntos compartidos, pese a la diversidad
de miradas y énfasis. Uno de ellos es fundamental: la región entiende que la
agenda para el desarrollo sostenible del mañana supone un cambio de paradigma,
un cambio estructural que ubica a la igualdad y la sostenibilidad ambiental en
el centro. Y de la mano de ese impulso apuesta a la construcción de una única
agenda, universal, irreversible, de desarrollo sostenible y con igualdad.
Sin embargo,
la tarea previa no está saldada. Quedan brechas pendientes. En cuanto a algunos
Objetivos de Desarrollo del Milenio, la distancia entre lo comprometido y lo
alcanzado es aún apreciable. El cambio hacia el desarrollo sostenible requiere
señales adecuadas que se derivan de la regulación, la fiscalidad, el
financiamiento y la gobernanza de los recursos naturales.
El sector
privado es corresponsable pero no es sustituto del Estado. La política y las
instituciones importan. Hay una urgencia por complementar el uso del PIB como
referencia exclusiva y excluyente.
Para tomar
mejores decisiones en la perspectiva del desarrollo es preciso medir mejor y
más allá del crecimiento económico. La construcción de la gobernanza global
para el desarrollo sostenible es impostergable. Se debe
privilegiar
la coherencia de las políticas mundiales, el comercio justo, la transferencia
de tecnología, una reforma financiera internacional y nuevos mecanismos de
financiamiento, a fin de fomentar la cooperación Sur–Sur y fortalecer los
instrumentos de participación social. América Latina y el Caribe puede decir
con legítimo orgullo que ha hecho una labor significativa
en la
reducción de la pobreza extrema, el hambre y la desnutrición, la mortalidad
infantil y la falta de acceso al agua. Pero no basta con reducir la pobreza si
al mismo tiempo perduran desigualdades basadas en el género, la etnia y el
territorio. Tantas veces se observa una preocupación desbordada por mayor
productividad que no se traduce en mayor creación de empleo decente, de alto
valor agregado y con pleno acceso a los derechos laborales básicos. La región
arrastra una oferta educativa a menudo deficitaria en calidad, que no permite
la inserción laboral ni abona a la construcción de una mayor conciencia cívica,
una participación política informada y una mejor integración en la sociedad. Se
apuesta a la incorporación de las mujeres al mercado laboral sin resolver
efectivamente la discriminación basada en el género y con serias dificultades
para asegurar su autonomía física y empoderamiento. A la América Latina y el
Caribe del mañana no le basta con un Estado que mantiene las finanzas públicas
ordenadas y la inflación controlada, si no cumple cabalmente su rol de
orientador del desarrollo sostenible en el largo plazo. Para esto se requiere
cambiar la estructura impositiva y elevar la recaudación. Tampoco le es
suficiente una política social asistencial focalizada si no va acompañada de
una política pública de protección social de carácter universal para reducir la
vulnerabilidad de la población e interrumpir los mecanismos de transmisión de la
exclusión social y la desigualdad. La región debe crecer con menos
heterogeneidad estructural y más desarrollo productivo, e igualar potenciando
capacidades humanas y movilizando energías desde el Estado. En el horizonte
estratégico del largo plazo, igualdad, crecimiento económico y sostenibilidad
ambiental tienen que ir de la mano. Pero además, este horizonte estratégico
solo será probable, pertinente, realizable, si lo siente propio y compartido la
sociedad civil. Los lineamientos de la nueva agenda descansan en el concepto de
sostenibilidad del desarrollo. El término desarrollo sostenible, popularizado a
partir de la publicación “Nuestro futuro común” (Comisión Mundial sobre el
Medio Ambiente y el Desarrollo, 1987), apuntaba a un nuevo paradigma de
desarrollo a partir de la integración del crecimiento económico, la equidad
social y la protección ambiental. Los principios que definían y habilitaban el
desarrollo sostenible fueron consolidados en la Declaración de Río sobre el
Medio Ambiente y el Desarrollo de 19 92 y reafirmados recientemente en el
documento “El futuro que queremos”, aprobado en la Conferencia de las Naciones
Unidas sobre el Desarrollo Sostenible (Río+20). El núcleo principal de esta
propuesta y el criterio para evaluar su éxito residen precisamente en la
integración efectiva de estos tres pilares del desarrollo, a fin de que la
política social no esté supeditada al crecimiento económico y que la
sostenibilidad del medio ambiente no esté sujeta a las modalidades de
producción y de consumo prevalecientes. Los temas de igualdad de género y
empoderamiento de las mujeres atraviesan las tres dimensiones fundamentales del
desarrollo sostenible.
No obstante,
las numerosas cumbres y procesos multilaterales que han tenido por objetivo
pensar y promover una nueva forma de desarrollo (Cumbre del Milenio, Cumbre
Mundial de Desarrollo Sostenible de Johannesburgo, Conferencia Internacional
sobre la Financiación para el Desarrollo), incluido un cambio de las
modalidades de producción y consumo (Proceso de Marrakech), han arrojado
resultados prácticos que distan de una verdadera integración de las tres
dimensiones del desarrollo sostenible. Es más, aún persiste una aproximación
secuencial en la resolución de los grandes desafíos de la humanidad, en la que
los aspectos económicos priman sobre los sociales, y ambos sobre los
ambientales. América Latina es hoy una región eminentemente urbana y de ingreso
medio pero que esconde una gran heterogeneidad y desigualdad. En ella conviven
países de ingreso medio alto, miembros de la Organización de Cooperación y
Desarrollo Económicos (OCDE) y del Grupo de los Veinte (G20), pequeños Estado
insulares en desarrollo con vulnerabilidades particulares, países sin litoral,
países pobres altamente endeudados y uno de los países con mayores necesidades
del planeta: Haití. La heterogeneidad también se manifiesta dentro de los
países en las desigualdades de ingreso, acceso y oportunidades, y las
territoriales. La región ostenta la peor distribución del ingreso del mundo y
en décadas recientes se ha exacerbado la heterogeneidad en cuanto a las
oportunidades productivas de la sociedad, se ha deteriorado el mundo del
trabajo (que relegado de los beneficios del crecimiento expresa los distintos
factores de desigualdad educativa, de género, demográficos, geográficos,
étnicos, entre otros) y se ha segmentado el acceso a la protección social. En paralelo
y como consecuencia, la inseguridad ciudadana, la violencia y la criminalidad
han proliferado, mostrando la cara más amarga de la desigualdad, la injusticia
y la
indignidad imperantes. La región también suma nuevos desafíos a los ya
existentes, entre ellos: la transición demográfica, que provee un bono que
exacerba la falta de oportunidades laborales de los jóvenes y cuyo próximo
término anticipa las crecientes necesidad es de una población cada vez más
envejecida; la transición epidemiológica, en la que los progresos en las
enfermedades infecciosas conviven con el creciente peso de las enfermedades
crónicas no transmisibles y estilos de vida, consumo y alimentación poco saludables;
la dependencia de la riqueza de recursos naturales y ambientales con numerosos países
megabiodiversos que, además de que insta a recurrir a los conocimientos
ancestrales de sus pueblos originarios, promueve la búsqueda de nuevas formas
de desarrollo, aunque también alerta sobre los riesgos
de una reprimarización productiva insostenible con crecientes conflictos
socioambientales; y el cambio climático, que brinda la oportunidad de cambiar
los patrones de producción y consumo contribuyendo a su mitigación y de
gestionar la adaptación enfrentando la vulnerabilidad existente frente a los
eventos naturales extremos, pero que impondrá costos crecientes a la región.
Los países
de América Latina y el Caribe atraviesan un momento histórico, en que ostentan
progresos socioeconómicos, estabilidad política y liderazgo internacional. En
la región emergen además consensos y puntos compartidos, pese a la diversidad
de miradas y énfasis. Uno de ellos es fundamental: la región entiende que la
agenda para el desarrollo sostenible del mañana supone un cambio de paradigma,
un cambio estructural que ubica a la igualdad y la sostenibilidad ambiental en
el centro. Y de la mano de ese impulso apuesta a la construcción de una única
agenda, universal, irreversible, de desarrollo sostenible y con igualdad.
Sin embargo,
la tarea previa no está saldada. Quedan brechas pendientes. En cuanto a algunos
Objetivos de Desarrollo del Milenio, la distancia entre lo comprometido y lo
alcanzado es aún apreciable. El cambio hacia el desarrollo sostenible requiere
señales adecuadas que se derivan de la regulación, la fiscalidad, el
financiamiento y la gobernanza de los recursos naturales.
El sector
privado es corresponsable pero no es sustituto del Estado.
La política
y las instituciones importan. Hay una urgencia por complementar el uso del PIB
como referencia exclusiva y excluyente. Para tomar mejores decisiones en la
perspectiva del desarrollo es preciso medir mejor y más allá del crecimiento
económico. La construcción de la gobernanza global para el desarrollo
sostenible es impostergable. Se debe privilegiar la coherencia de las políticas
mundiales, el comercio justo, la transferencia de tecnología, una reforma
financiera internacional y nuevos mecanismos de financiamiento, a fin de
fomentar la cooperación Sur–Sur y fortalecer los instrumentos de participación
social. América Latina y el Caribe puede decir con legítimo orgullo que ha
hecho una labor significativa en la reducción de la pobreza extrema, el hambre
y la desnutrición, la mortalidad infantil y la falta de acceso al agua. Pero no
basta con reducir la pobreza si al mismo tiempo perduran desigualdades basadas
en el género, la etnia y el territorio. Tantas veces se observa una
preocupación desbordada por mayor productividad que no se traduce en mayor
creación de empleo decente, de alto valor agregado y con pleno acceso a los
derechos laborales básicos. La región arrastra una oferta educativa a menudo deficitaria
en calidad, que no permite la inserción laboral ni abona a la construcción de
una mayor conciencia cívica, una participación política informada y una mejor
integración en la sociedad. Se apuesta a la incorporación de las mujeres al
mercado laboral sin resolver efectivamente la discriminación basada en el
género y con serias dificultades para asegurar su autonomía física y
empoderamiento. A la América Latina y el Caribe del mañana no le basta con un
Estado que mantiene las finanzas públicas ordenadas y la inflación controlada,
si no cumple cabalmente su rol de orientador del desarrollo sostenible en el
largo plazo. Para esto se requiere cambiar la estructura impositiva y elevar la
recaudación. Tampoco le es suficiente una política social asistencial
focalizada si no va acompañada de una política pública de protección social de
carácter universal para reducir la vulnerabilidad de la población e interrumpir
los mecanismos de transmisión de la exclusión social y la desigualdad. La
región debe crecer con menos heterogeneidad estructural y más desarrollo
productivo, e igualar potenciando capacidades humanas y movilizando energías
desde el Estado. En el horizonte estratégico del largo plazo, igualdad,
crecimiento económico y sostenibilidad ambiental tienen que ir de la mano. Pero
además, este horizonte estratégico solo será probable, pertinente, realizable,
si lo siente propio y compartido la sociedad civil.
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